Cuando se dio la noticia de la invasión de Rusia en Ucrania el 24 de febrero de 2022, Natalia Lukina esperaba un taxi en su casa.
Eran las seis de la mañana y no podía esperar para llegar a su trabajo en el hogar de acogida administrado por el Estado Kherson Children’s Home, donde atendía a niños institucionalizados con necesidades especiales en su capacidad de médica.
Para cuando llegó, por los pasillos ya retumbaba el sonido ensordecedor de la artillería pesada del Ejército ruso en su ataque a la ciudad de Jersón, la capital de la región. Lukina y sus compañeros encargados de cuidar a los niños tenían un problema desgarrador: debían encontrar la manera de proteger a las decenas de niños vulnerables a su cargo.
Eran niños de hasta 4 años de edad, algunos de los cuales tenían discapacidades graves, como parálisis cerebral. Algunos todavía tenían padres con ciertos derechos de custodia sobre ellos, mientras que otros habían sido abandonados o retirados de hogares con dificultades.
“¿Quién más se iba a quedar a cuidarlos?”, cuestionó Lukina con respecto a su decisión de quedarse con los niños. “Imaginen qué habría pasado si todos les hubiéramos dado la espalda y nos hubiéramos ido”.
Olena Korniyenko, directora del hogar de acogida y tutora legal de los niños, había preparado mochilas de emergencia para los niños dos semanas antes y tenía en la casa cajas de comida, agua y pañales.
El problema era que el edificio no estaba equipado para resistir tiroteos o bombardeos y la policía ya se había ido de la ciudad.
Korniyenko buscó en línea un mapa de refugios antiaéreos cercanos y encontró uno al que podían llegar a pie.
Entre los disparos, el personal cargó a los niños con sus colchones a pie y con carriolas hasta un sótano de concreto, llevando con ellos comida, medicinas, bombas eléctricas y sondas nasogástricas para los niños más enfermos.
Un pastor local se enteró de sus dificultades más tarde ese día y le ofreció al personal del hogar recibir a los niños en su iglesia.